“La mujer no existe”, manifestaba Lacan, pero las mujeres existen, por eso lo podemos declararlas contables y no incontables. Ellas no caen bajo el poder de la multitud homogénea sino de la ex-sistencia singular de cada una. Pero, si suponemos un universal de La mujer, ¿no rebajaríamos la función simbólica del lenguaje a un binarismo puramente significante, y no reduciríamos al hombre y a la mujer a una idealización imaginaria, cada uno dotado de su mayúscula? ¿No es una vía que conduciría, precisamente a una forma de racismo, debido al poder separador de la diferencia de los cuerpos machos y hembras más propio del reino animal? Para intentar borrar esta reducción, algunos como Judith Butler han introducido la noción de “identidad de género”, mediante esta noción el sexo parece trascendido y elegido. En esta elaboración, el sexo está concebido como siendo objeto de una apropiación a posteriori, “una metáfora de género”. Habría entre los seres sexuados, contrariamente a las azarosas leyes de la naturaleza, una declinación infinita de posibilidades dejadas a la elección de cada uno. Esta elección, en virtud de una lógica de contigüidad, se apropia de cada diferencia, que se convierte a partir de ahí en identitaria. De esta forma, es refutado lo que podía ser vivido, hasta ese momento, por ciertos transexuales, como un “error de la naturaleza” ya que, en materia de sexo, ya no hay naturaleza alguna. Por esta misma razón Quien no es trans es clasificado cis, el sexo de este modo no hace ya agujero en lo simbólico, y tiende a producir la relación sexual, que no hay. De hecho, una trasformación social de las costumbres está en movimiento. Este movimiento de resignificación del mundo surgió sobre un fondo de “subida al cénit del objeto […] a”[1] y declive de los ideales, y se inició en los “entornos homosexuales, lésbicos californianos”.
Somos conducidos de esta forma a interrogar este movimiento, en su dimensión metonímica, ilimitada, a partir del goce femenino.
Con Lacan, la diferencia entre los sexos no se reduce ni a la anatomía ni a la construcción legal, proviene del modo de goce que los sobrepasa por el hecho de ser un sujeto del inconsciente, de ser un parlêtre. La histeria demuestra una cierta relación al falo y el hombre no está excluido de lo femenino. No hablamos aquí de la feminización en la psicosis que es de otro orden. De esta forma, Lacan distingue el goce femenino no como fuera del falo sino como excediendo a este, suplementario. Es suplementario por el hecho de que una mujer no se inscribe toda, está no toda en la norma fálica y por ello no admite su medida. ¿No es esto lo que dice Lacan, de pasada, que la mujer goza de una mayor relación con la libertad?: “Si tuviese que localizar en algún sitio la idea de libertad sería evidentemente en una mujer en quien la encarnaría.” ¿No es esto lo que desde entonces la acerca al acto, por estar “más cómoda con el inconsciente”, por eso la posición del analista está del lado femenino, viéndose el acto liberado? También Lacan pudo decir que las mujeres son las mejores psicoanalistas y también las peores. Se adivina fácilmente: ellas son las mejores, por poco que hagan el hombre o la ley y, por otro lado, cuando la libertad no ha pasado aún por la castración, refuerza el dominio ya que lo que ellas hacen lo hacen más todavía, en cuerpo.[2]
Desde los años sesenta, Lacan había interrogado, a través de la sexualidad femenina, la cuestión de la superación de los límites, especialmente la de lo íntimo hasta el punto de marcar con ello a la sociedad: “¿Por qué, finalmente, la instancia social de la mujer sigue siendo trascendente al orden del contrato que propaga el trabajo? Y, principalmente, ¿es por su efecto por el que se mantiene el estatuto del matrimonio en la declinación del paternalismo?”[3] Lacan no invoca lo reaccionario de una regresión nostálgica sino una superación. La palabra que hay que retener aquí, el eje central de la frase, es sin ninguna duda el de trascendencia, que implica ya un más allá de sí mismo. ¿No es esta trascendencia la que ha conducido del matrimonio llamado de razón al matrimonio por amor hasta el matrimonio para todos, más allá de su concepción que era tradicionalmente heterosexual?
En ese texto, Lacan no disponía aún de las fórmulas de la sexuación que le permitirán identificar, en el Seminario XX especialmente, el goce femenino. Buscaba y trazaba la vía del goce femenino a través de un recorrido por la homosexualidad – entendida en un sentido amplio en el que la práctica sexual es contingente. Así comienza por examinar y diferenciar la homosexualidad masculina de la homosexualidad femenina a partir de la diferencia de sus modos de gozar. Lacan toma a propósito de la homosexualidad masculina el ejemplo del catarismo, movimiento herético que se desarrolló en Francia en la Edad Media. La vida comunitaria se regía por leyes llamadas puras que, para evitar la procreación, imponían a sus miembros ir en parejas del mismo sexo (en principio maestro/discípulo), de ahí la coloración homosexual de sus vínculos. Lacan detecta en esas conductas ascéticas, circunscritas, prescritas y definidas, la puesta en juego de “una especie de entropía ejerciéndose hacia la degradación comunitaria”.[4]
Del lado de la homosexualidad femenina, lo que ilustra bien, según Lacan, el movimiento de las Preciosas, es el goce femenino en tanto que infinitizado, “no localizable”, que se presenta “bajo un modo erotomaníaco”. Tiene, más allá de la pantalla del fantasma, relación con A, o sea directamente con A tachada. Esta libertad de la que habla Lacan, se liga al goce femenino y la convierte en afín al sinthome. Desde entonces, este goce va más allá de su dimensión propiamente sexualizada o simplemente sublimada, atañe a la sociedad entera, en donde se manifiesta en acto su función que Lacan “ha generalizado hasta convertirlo en el régimen del goce […] como tal”[5]. Todos los que, sobrepasando los límites, tocan a la lengua, a la civilización y los modifican no están exentos de ser marcados de feminidad. Se puede ver – Lacan lo subraya en ese capítulo – que ese goce femenino va en sentido contrario a la entropía comunitaria, como “el movimiento […] de las Preciosas”[6] lo demuestra. Este movimiento, iniciado por algunas mujeres aristócratas que querían ellas también mejorar las costumbres, estableció reglas, pero reglas de discurso, las de un discurso nuevo sobre el amor. Un amor depurado, idealizado, elaborado en la lengua. Así, en las habitaciones de esas damas o en la intimidad de las callejuelas se expresaban mediante metáforas poéticas, inventadas y reinventadas sin cesar, ahí donde la belleza servía a la ternura y alejaba de lo trivial, de lo común. Cada una se hacía oír sin aludir al todos. Se trataba más bien al contrario de fuegos artificiales producidos por hallazgos singulares. Se hacía así retroceder al falo, que centra el goce sobre el objeto, indefinidamente hacia el horizonte a favor de modificaciones de la lengua. “Ellas no corren el peligro de tomar el falo por un significante” que desafían, o buscan reemplazar, “¡Quiá! (φ-donc!) ¡φ-pues! ¡Signi-φ-ca pues!” – es “el exceso homo”[7]. “Solo al romper el significante en su letra acabamos con él en última instancia”[8]. Pero ellas no ven este goce, es lo que pone fin a este movimiento muy personalizado que no hizo escuela, ni institución, incluso si un gran número de expresiones han infiltrado la lengua, la han enriquecido y todavía persisten. Sus fórmulas extremadamente ilustradas, liberando la letra de lo imaginario, se han fundido en nuestro hablar cotidiano, “me falta la palabra”, “ser ingenioso” o bien, cuando nos sorprendemos, “me quedo boquiabierto”. Igualmente, ellas contribuyeron a la simplificación de la ortografía. Finalmente, la primera novela moderna, La princesa de Clèves, escrito por Mme. de La Fayette, con su valor de introspección, el tema del amor, hunde sus raíces en la preciosidad.
La trascendencia de la que habla Lacan encuentra su lugar en esta diferencia, en este rechazo de los acuerdos, de las convenciones, de los semblantes, en esta referencia a Otra cosa. Es decir que las mujeres no confunden al padre y al Otro al que aspiran según el fantasma de la histérica. Esta se diferencia de la mujer inscribiendo en el horizonte el significante que sin embargo falta para decirla, significante de La mujer que a partir de entonces se convierte en un mito, un mito por venir. Pero un mito no tiene temporalidad. Un mito entonces, que es goce de Otro orden a partir del cual el mundo es susceptible de ser remodelado. Un goce esta vez “que no prohíbe”, que no “toma partido en el sistema interdicción/recuperación”[9].
Jacques-Alain Miller lo indica: “Ella se sitúa en relación con otra cosa que el límite de lo universal masculino, que es la función del padre.” Surge aquí una pregunta: ¿qué hay en este régimen de goce del estatuto de la creencia? Este más allá del goce femenino, aunque provenga de la singularidad, no cae ni en el cinismo, ni en el epicureísmo, sino que contribuye a mantener una función con valor creativo, no menos civilizadora sin prejuzgar su valor positivo o negativo. Este goce, aunque no pueda decir nada de él, una mujer lo experimenta, vive en ello y por lo tanto cree en ello, testimonia de ello; dado el caso, le confiere un cierto pragmatismo, un estar ahí. El equívoco lacaniano se hace oír: “todas las mujeres están locas” pero “no todas, es decir, no locas-del-todo”[10].
La filosofía de “la identidad de género” iniciada por J. Butler no infringe esta definición. Aunque trata del cuerpo, del sentimiento individual, va más allá, en la intención civilizadora desde el momento que penetra la lengua que desea inclusiva. Pero postula que todo, cada una de las vidas existentes debería estar incluida en una exhaustividad sistemática en la que, desubjetivada, cada una terminaría fragmentada. Esta progresión infinitizada va contra el objetivo anhelado y la hace retornar al discurso del amo, “al sociologísmo inflexible”, tendencialmente hacia lo peor, no más allá del padre, dimensión que se esfuerza en destruir designando el patriarcado. De esta forma, este movimiento se mantiene en “la ceguera total en lo tocante al goce femenino”[11], a partir del cual sin embargo se inició, una ceguera que en nombre de un amor y de un deseo de reconocimiento universal se transforma en una locura del Todo.
Traducción: Carmen Cuñat en colaboración con Miriam Chorne
[1] Lacan J., “Radiofonía”, Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2002, p. 436.
[2] N del T.: La autora juega con la palabra “encore” (todavía) que en francés equivoca con “en corps” (en cuerpo)
[3] Lacan J., “Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina”, Escritos, Tomo II, Buenos Aires, Siglo veintiuno editores, 2005, p. 715.
[4] Ibid.
[5] Miller J.-A., “Curso de la orientación lacaniana: El Uno solo”, 5ª lección, 2 de marzo de 2011, Freudiana nº61, Revista de la Comunidad de Catalunya de ELP, Barcelona, 2013
[6] Lacan J., “Ideas directivas…”, op. cit., p. 715.
[7] Lacan J., El Seminario, libro XIX, … o peor, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 17.
[8] Ibid.
[9] Miller J.-A., “Curso de la orientación lacaniana: El Uno solo”, 4ª lección, 9 de Febrero de 2011, Freudiana nª63, Revista de la Comunidad de Catalunya de ELP, Barcelona, 2013
[10] Lacan J., “Televisión”, Otros escritos, op. cit., p. 566.
[11] Lacan J., El Seminario, libro XIX, … o peor, op. cit., p. 17.